Los marineros preparan una mezcla de atún en descomposición, aceite, sangre y algunos ingredientes secretos que constituyen la receta
especial de la Compañía y los arrojan al mar. Al mismo tiempo, lanzan una y otra vez al agua un cabo con medio atún atado a
uno de sus extremos. Aunque hace sol, es temprano y la temperatura exterior digamos que es cuando menos, fresquita, así que no queremos
ni pensar como estará el agua. Aún no nos hemos quitado las chaquetas, cuando aparece el primer blanco. Se oye un grito “patos al
agua” y los aguerridos aventureros (o pirados inconscientes, es decir nosotros) nos empezamos a poner los trajes de buceo que están
empapados y dan un frío de pelotas, pero… ¡MERECE LA PENA! No dejamos de repetir en silencio a nuestro subconsciente.
Al rato nos dirigimos nerviosos hacia el barco. Algunos compañeros de viaje que repiten la excursión nos cuentan sus experiencias
anteriores. En pocos minutos llegamos a la zona de búsqueda y nos encontramos que otras embarcaciones ya están disfrutando de la presencia
de tiburones. Buscamos el sitio idóneo, anclamos, acoplan la celda a uno de los laterales del yate y… a esperar. La tediosa tarea
de atraer al escualo más agresivo de la Tierra lleva entre cuarenta y cinco minutos y una hora.
26 de mayo Encuentro con el Gran Blanco
Luis y Antonio se levantan a las cinco y media de la madrugada por que tienen una reunión con un grupo de tiburones blancos para tomar
el café. Les vienen a recoger en una camioneta, pues se tienen que ir a más de ciento cincuenta kilómetros a remojarse a las nueve
de la mañana. ¡Desde luego hay que tener ganas! Por el camino se une otro turista que no tarda ni cinco minutos en quedarse
dormido y comenzar a roncar. Nosotros sin embargo estamos espabilados y aprovechamos para ponernos al día de nuestras vidas mientras
el sol comienza a asomar tras las montañas.
Cuando llegamos a Gaansbaai, nos encontramos con dos sorpresas muy agradables. La primera: hace un tiempo estupendo y el mar está
totalmente en calma, pues lleva casi una semana con lluvias y viento. La segunda que nos espera un desayuno buffet para caernos de
espaldas. Cogemos un par de croissants y mientras nos miramos unos a los otros con incertidumbre sobre la aventura que vamos a afrontar,
y es que no todos los días se mete uno en una jaula para ver a pocos centímetros al mayor depredador marino de la era post-jurásica;
El espléndido “Carcharodon Carcharias”, o gran tiburón blanco para los amigos, es una perfecta máquina submarina con licencia para
matar.
Entramos cual condenados en la celda de la muerte. Cuando se acerca el bicho, nos avisan desde el barco, cogemos aire y nos
sumergimos para observarlo. La verdad es que este no es muy grande, debe ser una cría. Así estamos durante un rato cuando de repente…
aparece mamá,… si, si la misma, la madre que lo parió que debe de medir unos siete u ocho metros. ¡Es descomunal!
Y aquí empieza la emoción de verdad. El gran blanco, y este es realmente grande, deambula cerca de la pieza de bonito hasta que decide atacar y darle un buen bocado. En ese momento, el experto del cabo, tira de la cuerda consiguiendo un primer plano de las enormes mandíbulas del tiburón.
Salimos de la celda a descansar un rato y tomarnos un trocito de sandía. Comentamos las mejores escenas, visualizamos las fotos y
al poco rato, Antonio que es un jabato, repite un segundo plato de tiburón al natural. La visión desde el tejado del barco, tampoco
desmerece. Impresiona ver las dimensiones de estas bestias. ¡Lo estamos pasando en grande!
De vuelta al puerto, pasamos por una isla en la que viven más de veinte mil leones marinos que además sirven de alimento habitual
a nuestros amigos de tez clara. Las focas, toman el sol en las rocas o juguetean siguiendo el barco bajo el agua. El panorama es impresionante
y la peste de olor a pescado de los leones marinos también.
Ya en Cape Town, nos fuimos a cenar todos juntos al Waterfront y nos metimos una ración de gambas que temblaba el mundo. Estando allí
en uno de los restaurantes con música en vivo, Sara congenia con una chica de color de unos 30 años que se llama Tashneen y de la
que hablaremos más adelante. El día de hoy no ha podido ser más completo, pero el programa para mañana no se queda corto y puede ser
aún mejor.
27 de mayo Table Mountain y el Cabo de Buena Esperanza. Excursión a toda pastilla.
Madrugamos y después de un suculento desayuno nos vamos los cinco en nuestro cochecito al parque Nacional de Table Mountain. La primera
parada es un teleférico giratorio que sube hasta la plana cima que escolta la ciudad. Desde allí hay unas vistas impresionantes. Recorremos
las llanuras de la cumbre durante una hora intentando llegar a unos riscos al borde del mar, pero de repente oímos un aviso por megafonía
y pensamos que nos hacen volver. Cuando hace viento llaman para que todo el mundo vuelva antes de que cierren el teleférico si cambian
las condiciones atmosféricas, cosa que puede pasar en cualquier momento.
La carretera de la costa que lleva al Cabo de Buena Esperanza está cortada y hay que rodear por el interior, lo que nos permite ver
unas urbanizaciones muy bonitas. Según nos acercamos el paisaje va cambiando un poco y hay menos arbolado. Nos bajamos del coche para
hacernos unas fotos delante de unas típicas casetas de playa pintadas de colores.
Por el camino paramos en Simonstown para ver una colonia de pingüinos en su hábitat natural que esta vez no es una plancha de hielo
azul sino una playa de arena blanca y rocas con un agua turquesa que parece sacada de una foto de Cuba.
Hemos tenido mucha suerte con el tiempo porque hace un día espléndido y en estas latitudes estamos en pleno invierno. Por fin llegamos
al parque natural del Cabo de Buena Esperanza. El paisaje ya ha cambiado completamente, no hay casi árboles, sino arbustos bajos y
lomas peladas. Hay carteles de cuidado con los babuinos pero no vemos ninguno. Nos asomamos al mar por una playa de rocas y pensamos
que más allá del horizonte ya estarán los hielos del Polo.
Vemos avestruces por la carretera que se cruzan con nosotros como Pedro por su casa y al parar en una playa cercana, espectacularmente
blanca y llena de dunas, nos damos cuenta de que hay una manada de gacelas. Qué imagen tan mágica. Nos acercamos sigilosamente todo
lo que podemos sin asustarlas y hacemos un montón de fotos. Algo parecido hacemos con otras avestruces que se acercan a la campa
al borde de la playa en la que paramos para tomar nuestro pic-nic, un lugar que parece de otro mundo, con una pradera verde, verde,
verde, una playa blanca, blanca, blanca, un mar azul, azul , azul y ……¡AVESTRUCES!